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[0615] • PAULO VI, 1963-1978 • EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

De la Constitución Pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual–, del Concilio Vaticano II, 7 diciembre 1965

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PARTE I. CAPÍTULO I. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

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12.–[El hombre, imagen de Dios] [...] Pero Dios no creó al hombre solo: pues desde el primer momento los creó hombre y mujer (Gen 1, 27), de cuya unión hizo la primera expresión de una comunidad de personas. El hombre es, por su propia naturaleza, un ser social, y sin las relaciones con los demás ni puede vivir, ni puede desarrollar sus cualidades. [...]

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CAPÍTULO II. LA COMUNIDAD HUMANA

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25.–[Interdependencia entre la persona humana y la sociedad] La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social (3). La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.

De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros proceden más bien de su libre voluntad. [...]

3. Cfr. S. THOMAS, I Ethic. Lect. 1.

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26.–[La promoción del bien común] [...] Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado y a fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa. [...]

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27.–[El respeto a la persona humana] [...] No sólo esto, cuanto atenta contra la vida –homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado–; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador.

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29.–[La igualdad esencial entre los hombres y la justicia social] [...] En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impida tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre. [...]

1965 12 07c 0032

32.–[El verbo Encarnado y la solidaridad humana] [...] Esta característica comunitaria se perfecciona y se completa por la obra de Jesucristo. Pues el mismo Verbo encarnado quiso tomar parte en la comunidad humana. Estuvo presente en las bodas de Caná, se invitó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la sublime vocación de los hombres fijando la atención en las realidades sociales corrientes y empleando expresiones y ejemplos de la vida más cotidiana. Santificó las relaciones humanas, principalmente las familiares, fuente de la vida social, y se sometió voluntariamente a las leyes de su nación. Quiso llevar la vida que era propia de un artesano de su tiempo y de su país. [...]

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SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO I. DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

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47.–[El matrimonio y la familia en el mundo actual] La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, en unión con todos los que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios recursos que el hombre de nuestro tiempo pone al servicio del desarrollo y del cultivo de esta comunidad de amor y de vida, y con los que cuentan los esposos y los padres para el cumplimiento de su excelsa misión. Esperan además, y se esfuerzan en obtenerlos, mejores resultados de su aplicación.

Sin embargo, no brilla en todas partes con el mismo esplendor la dignidad de esta institución, que está oscurecida por la poligamia, por la plaga del divorcio, por el llamado amor libre y por otras deformaciones. Además, el amor conyugal está frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y las prácticas ilícitas contra la generación. También las actuales condiciones económicas, socio-psicológicas y civiles ocasionan fuertes trastornos a las familias. Por último, en determinadas regiones del mundo, se advierten con preocupación los problemas que surgen del aumento demográfico. Todas estas cosas originan preocupaciones de conciencia. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades que han causado, manifiestan de varios modos y con muchísima frecuencia, la verdadera naturaleza de esta institución.

Por eso el Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por defender y promover la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su excelso valor sagrado.

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48.–[La santidad del matrimonio y de la familia] La íntima comunidad de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y dotada de leyes propias, está establecida en la alianza de los cónyuges, es decir, en el consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano mediante el cual los esposos se entregan y se aceptan mutuamente, surge, por ordenación divina, una institución permanente, que también existe ante la sociedad. Este vínculo sagrado, en atención al bien de los esposos, de los hijos y de la sociedad, no depende de la voluntad humana. El mismo Dios es el autor del matrimonio, dotado de varios bienes y fines (1); los cuales tienen una gran importancia para la conservación del género humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y para su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la misma institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, que constituyen su cumbre y corona. Por consiguiente, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos,sino una sola carne (Mt 19, 6), se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad, y la logran cada vez más plenamente por la íntima unión de sus personas y de sus actividades. Por ser una donación mutua de dos personas, y por el bien de los hijos, esta íntima unión exige la plena fidelidad de los esposos e impone su indisoluble unidad(2). Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme que nace de la fuente divina de la caridad y que está constituido a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo con una alianza de amor y de fidelidad(3),así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia4 sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, a través de la mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó ala Iglesia y se entregó por ella(5).El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, a fin de conducir eficazmente a los esposos hacia Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad(6). Por ello, para cumplir dignamente los deberes de su estado, los esposos cristianos están fortalecidos y como consagrados mediante un sacramento especial(7),gracias al cual, al cumplir con sus deberes de esposos y padres, imbuidos por el espíritu de Cristo que impregna toda su vida de fe y esperanza y caridad, los cónyuges se acercan cada vez más a su plena perfección personal y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente dan gloria a Dios. De ahí que, si los padres preceden a la familia con su ejemplo y con su oración, los hijos, e incluso las demás personas que conviven con la familia, encontrarán más fácilmente el camino de la formación humana, de la salvación y de la santidad. Y así los esposos, enriquecidos por su función de padres, cumplirán con diligencia el deber de educar a los hijos –principal- mente en lo religioso–, que a ellos corresponde en primer término. Los hijos, miembros vivos de la familia, contribuyen de modo propio a la santificación de los padres. Mediante el agradecimien- to, el amor filial y la confianza corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres, y además los asistirán, como buenos hijos, en las dificultades de la vida y en la soledad de la vejez. La viudez, aceptada con fortaleza deánimo, como prolongación de la vocación conyugal, debe ser honrada por todos(8). La familia hará partícipes de sus riquezas espirituales generosamente a otras familias. Y así la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia(9), manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo, y la auténtica naturaleza de la Iglesia, a través del amor de los esposos, de su generosa fecundidad, de su unidad y fidelidiante la amable cooperación de todos sus miembros.

1. Cfr. S. AUGUSTINUS, De bono coniugali: PL 40, 375-376 et 394; S. THOMAS, Summa Theol., Suppl. Quaest. 49, art. 3 ad 1; Decretum pro Armenis: Denz. 702 (1327) [1439 11 22/10]; PIUS XI, Litt. Encycl. Casti connubii: AAS 22 (1930) pp. 543-555: Denz. 2227-2238 (3703-3714) [1930 12 31/11-42].

2. Cfr. PIUS XI, Litt. Encycl. Casti connubii: AAS 22 (1930) pp. 546-547: Denz. 2231 (3706) [1930 12 31/19-22].

3. Cfr. Os. 2; Ier. 3, 6-13; Ez. 16 et 23; Is. 54.

4. Cfr. Matth. 9, 15; Mc. 2, 19-20; Lc. 5, 34-35; Io. 3, 29; 2 Cor. 11, 2; Eph. 5, 27; Apoc. 19, 7-8; 21, 2 et 9.

5. Cfr. Eph. 5, 25.

6. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia, Lumen gentium: AAS 57 (1965) pp. 15-16; 40-41; 47 [1964 11 21a/11, 35, 41].

7. Cfr. PIUS XI, Litt. Encycl. Casti connubii: AAS 22 (1930) p. 583 [1930 12 31/116].

8. Cfr. 1 Tim. 5, 3.

9. Cfr. Eph. 5, 32.

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49.–[El amor conyugal] En varios lugares invita la palabra divina a los novios y a los cónyuges a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto y el matrimonio con un amor único (1)0. También son muchos los hombres de nuestro tiempo que exaltan el amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de diversos modos, según las costumbres honestas de los varios pueblos y épocas. Este amor, por ser eminentemente humano y ligar una persona a otra con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona y, por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad particular las manifestaciones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado purificar, perfeccionar y elevar este amor por el don especial de la gracia y de la caridad. Dicho amor, que asocia a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a una libre y mutua donación de sí mismos, demostrada con sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida (1)1. Más aún, el mismo generoso ejercicio de este amor lo perfecciona y lo hace crecer. Supera con mucho, por tanto, la mera inclinación erótica que, cultivada de modo egoísta, se desvanece rápida y lamentablemente.

Este amor se expresa y se realiza de una manera propia en el matrimonio. En consecuencia, los actos mediante los cuales los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y si se llevan a cabo de modo verdaderamente humano, manifiestan y fomentan la mutua donación y enriquecen a los esposos con espíritu de gozo y agradecimiento. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y especialmente bendecido por el sacramento de Cristo, se mantiene indisolublemente fiel en cuerpo y alma en medio de las circunstancias prósperas o adversas; y, por tanto, excluye toda forma de adulterio o divorcio. En la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que ha de ser reconocida en el mutuo y pleno amor, se evidencia brillantemente la unidad del matrimonio, confirmada por el Señor. Para desempeñar constantemente las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una gran virtud. Por eso los esposos, ya fortalecidos por la gracia para llevar una vida santa, habrán de pedir en su oración y cultivar con asiduidad la firmeza en el amor, la grandeza de alma y el espíritu de sacrificio.

Se apreciará profundamente el auténtico amor conyugal y se formará una opinión pública sana acerca del mismo, si los esposos cristianos destacan por el testimonio de su fidelidad y de su armonía en el amor mutuo y por el cuidado en la educación de los hijos, y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia. Hay que instruir a los jóvenes, a tiempo y de modo oportuno, y preferentemente en el seno de la misma familia, sobre la dignidad del amor conyugal, su función y su ejercicio. De esta manera, educados en la virtud de la castidad, podrán pasar de un honesto noviazgo al matrimonio, en edad conveniente.

10. Cfr. Gen. 2, 22-24; Prov. 5, 18-20; 31, 10-31; Tob. 8, 4-8; Cant. 1, 1-3; 2, 16; 4, 16-5, 1; 7, 8-11; 1 Cor. 7, 3-6; Eph. 5, 25-33.

11. Cfr. PIUS XI, Litt. Encycl. Casti connubii: AAS 22 (1930) pp. 547-548: Denz. 2232 (3707) [1930 12 31/23].

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50.–[La fecundidad del matrimonio] el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Ciertamente, los hijos son el don más excelso del matrimonio, y contribuyen al bien de los mismos padres en grado máximo. El mismo Dios, que dijo: no es bueno que el hombre esté solo (Gen 2, 18), y el que los creó desde el principio los hizo varón y hembra (Mt 19, 4), queriendo concederles una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: creced y multiplicaos (Gen 1, 28). Por tanto, las obras del verdadero amor conyugal y toda la organización de la vida familiar que de él nace tienden, sin menoscabo de los otros fines del matrimonio, a que los esposos estén dispuestos a cooperar con fortaleza con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece la familia divina.

En el deber de transmitir la vida humana y de educar la prole, lo cual han de considerar los esposos como su misión propia, saben ellos que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por lo tanto, han de cumplir este deber con responsabilidad de hombres y de cristianos y con dócil reverencia ante Dios. A este respecto, con acuerdo y esfuerzo comunes, han de formar un juicio recto que atienda tanto al bien propio como al de los hijos ya nacidos o todavía por nacer, que tenga en cuenta las condiciones materiales y espirituales de las circunstancias del momento y de su estado de vida, y que tome en consideración, finalmente, el bien de la comunidad familiar, el de la sociedad civil y el de la misma Iglesia. En último término, son los esposos personalmente quienes deben formar este juicio ante Dios. Pero al tomar esta decisión sepan los esposos cristianos que no pueden proceder arbitrariamente, sino que siempre deben seguir su conciencia, formada según la ley divina, y con docilidad al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente aquella ley a la luz del Evangelio. Esa ley divina manifiesta la significación plena del amor conyugal, lo protege y lo impulsa a su verdadera perfección humana. De esta manera, los esposos cristianos, confiando en la divina Providencia y cultivando el espíritu de sacrificio (12), dan gloria al Creador y tienden hacia la perfección en Cristo, cuando cumplen la misión procreadora con generosa responsabilidad, como hombres y como cristianos. Entre los cónyuges que de esta manera cumplen el deber que Dios les ha confiado, merecen un recuerdo especial los que, prudentemente y de común acuerdo, reciben con magnanimidad una prole más numerosa y la educan dignamente (13).

El matrimonio, sin embargo, no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que el mismo carácter de pacto indisoluble entre personas y el bien de la prole exigen que el amor mutuo de los esposos se manifieste, progrese y alcance su madurez de un modo ordenado. Por eso, aunque faltase la des cendencia, ordinariamente tan deseada, el matrimonio subsiste como institución y comunidad de vida, y conserva su valor y su indisolubilidad.

12. Cfr. 1 Cor. 7, 5.

13. Cfr. PIUS XII, Allocutio Tra le visite, 20 ian. 1958: AAS 50 (1958) p. 91 [1958 01 20/3 ss.].

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51.–[El amor conyugal debe armonizarse con el respeto a la vida humana] El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armónicamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran afectados por algunas circunstancias actuales, y que pueden encontrarse en situaciones en que no sea posible aumentar el número de hijos, por lo menos temporalmente; y, como consecuencia, el ejercicio del amor conyugal y la plena comunidad de vida se conservan con dificultad. Cuando se interrumpe la vida íntima conyugal, la fidelidad puede correr riesgos y el bien de los hijos puede quedar comprometido, ya que se ponen en peligro la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar nueva prole.

Para resolver estas dificultades, algunos se atreven a proponer soluciones inmorales, y ni siquiera retroceden ante el homicidio. Pero la Iglesia quiere recordar que no puede haber verdadera contradicción entre el precepto divino de transmitir la vida y el de fomentar el verdadero amor conyugal.

Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la misión excelsa de perpetuar la vida y de llevarla a cabo de un modo digno del hombre. Por consiguiente, ha de protegerse la vida con sumo cuidado desde el momento de la concepción. El aborto y el infanticidio son crímenes abominables. Por otra parte, la naturaleza sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que se encuentra en grados inferiores de la vida; por lo tanto, los actos propios de la vida conyugal, de acuerdo con la verdadera dignidad humana, merecen el máximo respeto. Al tratar de armonizar el amor conyugal y la transmisión responsable de la vida, la moralidad de la conducta no depende solamente de la rectitud de la intención y de la valoración de los motivos, sino de criterios deducidos de la naturaleza de la persona y de sus actos, que respetan el sentido íntegro de la mutua donación y de la procreación humana, en un contexto de amor verdadero. Eso es imposible si no se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal. No está permitido a los hijos de la Iglesia, fieles a estos principios, regular la natalidad mediante unos métodos que el Magisterio rechaza al explicar la ley divina (14).

Sepan todos que la vida humana y el deber de transmitirla no se limitan a este mundo, no pueden medirse ni comprenderse limitándose a considerar este mundo, sino que siempre se orientan hacia el destino eterno de los hombres.

14. Cfr. PIUS XI, Litt. Encycl. Casti connubii: AAS 22 (1930) pp. 559-561; Denz.-Schön. 3716-3718 [1930 12 31/54-62]; PIUS XII, Allocutio Conventui Unionis Italicae inter Obstetrices, 29 oct. 1951: AAS 43 (1951) pp. 835-854 [1951 10 29/1-71]; PAULUS VI, Allocutio ad Em.mos Patres Purpuratos, 23 iunii 1964: AAS56 (1964) pp. 581-589 [1964 06 23/36-37]. Quaedan quaestiones quae aliis ac diligentioribus investigationibus indigent, iussu Summi Pontificis, Commissioni pro studio populationis, familiae et natalitatis traditae sunt, ut postquam illa munus suum expleverit, Summus Pontifex iudicium ferat. Sic stante doctrina Magisterii, S. Synodus solutiones concretas immediate proponere non intendit.

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52.–[Todos deben favorecer el matrimonio y la familia] La familia es, en cierto modo, una escuela de las mejores virtudes humanas. Pero para que puedan alcanzar la plenitud de su vida y de su misión requiere un tierno intercambio de afecto y una armonía de criterio entre los cónyuges, así como una cooperación atenta en la educación de los hijos. La presencia activa del padre es de gran provecho para su formación, pero también son necesarios los cuidados de la madre en el hogar, principalmente para los hijos más pequeños, sin descuidar por ello la legítima promoción social de la mujer. Los hijos se han de educar de tal manera que sean capaces, ya adultos, de seguir con pleno sentido de responsabilidad su vocación, incluida la vocación sagrada, y de elegir estado. Si contraen matrimonio, deben poder fundar una familia propia en convenientes condiciones morales, sociales y económicas. Corresponde a los padres o a los tutores orientar a los jóvenes cuando vayan a fundar una familia, con el consejo prudente que han de escuchar con agrado, cuidando, sin embargo, de no ejercer ninguna coacción directa o indirecta para que se casen o para elegir cónyuge. Así, la familia, encrucijada de varias generaciones que se ayudan entre sí para adquirir una sabiduría más honda y para armonizar los derechos de la persona con las exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad. Por este motivo, todos aquéllos que ejercen algún influjo en las comunidades y en los grupos sociales deben cooperar con eficacia para favorecer el matrimonio y la familia. El poder civil ha de considerar como un deber sagrado el reconocer su verdadera naturaleza, protegerla y ayudarla; defender la moralidad pública y fomentar la prosperidad del hogar. Hay que garantizar el derecho de los padres a tener hijos y a educarlos en el seno de la familia. Con una legislación sabia y con iniciativas diversas, se han de proteger y se han de ayudar lo que haga falta a aquéllos que desgraciadamente no tienen el bien de una familia. Los cristianos, aprovechando el tiempo presente(15) ysabiendo distinguir lo eterno de lo cambiante, deben promover con em- peño los bienes de la familia y del matrimonio, mediante el tes- timonio de su propia vida, y colaborando con los hombres de buena voluntad. Así, superadas las dificultades, proveerán a las necesidades y al bienestar de la familia como conviene a los tiempos nuevos. Para alcanzar este objetivo son de gran eficacia el sentido cristiano de los fieles, la recta conciencia moral del hombre y la sabiduría y competencia de quienes conocen las ciencias sagradas. Los especialistas en ciencias –sobre todo biológicas, médicas, sociales y psicológicas– pueden prestar un gran servicio al bien de la familia y a la paz de las conciencias si, conjuntando sus estudios, se esfuerzan en aclarar cada vez más las diversas circuns- tancias que favorecen la honesta regulación de la procreación humana. A los sacerdotes, debidamente instruidos en las cuestiones fa- miliares, corresponde alentar la vocación de los esposos en su vida conyugal y familiar con los diversos medios pastorales, con la predicación de la palabra de Dios, el culto litúrgico y otros auxilios espirituales, y darles fuerzas en las dificultades, con comprensión y paciencia, y animarlos en la caridad para que formen hogares verdaderamente luminosos. Actividades diversas, principalmente las asociaciones familiares, pondrán empeño con la doctrina y con la acción en formar a los jóvenes y a los mismos cónyuges, sobre todo a los recién casados, y en darles criterio en la vida familiar, social y apostólica. Por último, los mismos cónyuges, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en un verdadero orden de personas, deben estar ligados por un afecto recíproco, por una identidad de pen- samientos y por una mutua santidad(16), de tal modo que, siguiendo a Cristo, principio de vida(17), en las alegrías y en los sacrificios de su vocación y a través de su amor fiel, se hagan tes- tigos de ese misterio de amor que el Señor reveló al mundo con su muerte y con su resurrección (18).

15. Cfr. Eph. 5, 16; Col. 4, 5.

16. Cfr. Sacramentarium gregorianum: PL 73, 262.

17. Cfr. Rom. 5, 15 et 18; 6, 5-11; Gal. 2, 20.

18. Cfr. Eph. 5, 25-27.

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CAPÍTULO II. EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL

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61.–[La educación cultural íntegra del hombre] Hoy día es más difícil que antes sintetizar los conocimientos de tantas ramas del saber. Porque, al crecer el acervo de elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo tiempo la capacidad de cada hombre para captarlos en una integración orgánica, de modo que cada vez se va desdibujando más la imagen del “hombre universal”. Sin embargo, queda en pie para cada hombre el deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido saneados y elevados maravillosamente en Cristo.

La primera fuente alimentadora de esta educación es ante todo la familia: en ella los hijos, en un clima de amor, descubren más fácilmente el verdadero sentido de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de modo casi inconsciente en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a medida que van creciendo. [...]

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CAPÍTULO III. LA VIDA ECONÓMICO-SOCIAL

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67.–[Trabajo, condiciones de trabajo, descanso] El trabajo humano que se ejerce en la producción, en el comercio y en los servicios económicos es muy superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos.

Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se relaciona con sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar una verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Estamos persuadidos de que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar, así como el derecho al trabajo. La sociedad, por su parte, debe esforzarse, según sus propias circunstancias, por ayudar a los ciudadanos para que logren encontrar la oportunidad de un suficiente trabajo. Por último, la remuneración del trabajo debe ser suficiente para permitir al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común (6).

La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo consociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo con daño de algunos trabajadores. Ahora bien: por desgracia, es demasiado frecuente también hoy que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de su propio trabajo, lo cual de ningún modo queda justificado por las llamadas leyes económicas. El conjunto del proceso de la producción debe ajustarse a las necesidades de la persona y a las condiciones de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente en lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en cuenta el sexo y la edad. Los trabajadores deben tener, además, la posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el trabajo mismo. Después de haber aplicado a este trabajo su tiempo y sus fuerzas, con la debida responsabilidad, tienen derecho a un tiempo de reposo y descanso que les permita una vida familiar, cultural, social y religiosa; es preciso también que tengan la posibilidad de entregarse al libre ejercicio de su capacidad para el desarrollo de facultades que en su trabajo cotidiano, por falta de ocasión, no han podido ejercitar.

6. Cfr. LEOXIII, Litt. Encycl. Rerum novarum: ASS 23 (1890-91) pp. 649-662 [1891 05 15/26]; PIUS XI, Litt. Encycl. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) pp. 200-201 [1931 05 15/71]; Id., Litt. Encycl. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) p. 92; PIUSXII, Nuntius radiophonicus in pervigilio Natalis Domini 1942: AAS 35 (1943) p. 20 [1942 12 24/2]; Id., Allocutio 13 iunii 1943: AAS 35 (1943) p. 172 [1943 06 13/5]; Id., Nuntius radiophonicus operariis Hispaniae datus, 11 martii 1951: AAS 43 (1951) p. 215 [1951 03 11/3]; IOANNES XXIII, Litt. Encycl. Mater et magistra: AAS 53 (1961) p. 419.

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CAPÍTULO V. LA COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS Y EL FOMENTO DE LA PAZ

1965 12 07c 0087

87.–[Cooperación internacional en lo tocante al crecimiento demográfico] [...] Como muchos afirman que el aumento de la población del mundo, o por lo menos de algunas naciones, debe ser absolutamente frenado por todos los medios y por medidas de toda clase por parte de la autoridad pública, el Concilio exhorta a todos los hombres a que se abstengan de soluciones propuestas pública o privadamente, y a veces impuestas, que están en contradicción con la ley moral. Pues, en virtud del derecho inalienable del hombre al matrimonio y a la procreación, la decisión relativa al número de hijos que se deben tener depende del recto juicio de los padres, y de ningún modo puede dejarse a juicio de la autoridad pública. Y como el juicio de los padres supone una conciencia rectamente formada, es de gran importancia que a todos se les ofrezcan los medios para cultivar una responsabilidad recta y verdaderamente humana que tenga en cuenta la ley divina, sin perder de vista las circunstancias de las cosas y de los tiempos; esto exige que en todas partes mejoren las condiciones pedagógicas y sociales y, sobre todo, que se dé a todos una formación religiosa o al menos una íntegra instrucción moral. Los hombres han de ser prudentemente informados acerca de los progresos científicos en la investigación de métodos que pueden ayudar a los esposos en lo que se refiere a la regulación de la prole, cuya garantía está bien experimentada y hay la seguridad de que son compatibles con el orden moral.

[Vat II, 203, 214-217, 219, 237-244, 251, 258-259, 279-280]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra